Guía de lectura Narrativa
Latinoamericana SXX
Primera evaluación semestral
Literatura
2013, 5BE/6
Liceo Nº 4 Nocturno
Fecha de entrega: lunes 5 de agosto de 2013
“La muchacha iraquí” (Alejo Carpentier)
“Un señor muy viejo
con unas alas enormes” (Gabriel García Márquez)
“Casa tomada” (Julio
Cortázar)
- Lee detenidamente los TRES cuentos propuestos. Selecciona UNO de los tres para realizar el siguiente trabajo.
- Realiza una pequeña reseña (no más de 10 renglones) sobre la vida y obra del autor.
- Elabora la ficha bibliográfica:
Nombre del autor:
Fecha de publicación del cuento:
Nombre del libro donde aparece este cuento, en su primera
edición:
Estructura interna (partes en las que puede subdividirse el
cuento y nombre para cada una):
4.- Realiza una pequeña reseña
del momento histórico en que se escribió la obra y vincúlalo con la misma ya
sea desde el punto de vista real o simbólico (no más de cinco reglones).
5.- Identifica las palabras que
desconoces, busca en el diccionario (rae.es) y escribe su significado.
6.- Sintetiza el argumento (un
párrafo).
7.- Nombra por lo menos dos temas
–ideas centrales- que aparecen en el texto.
8.- ¿Cuál es el motivo inicial
que impulsa, en la ficción, los hechos que se narrarán en la obra?
9.- Selecciona UNA de estas características del
realismo mágico y explica brevemente cómo se desarrolla en la obra
·
Elementos mágicos/fantásticos, percibidos por
los personajes como parte de la “normalidad”.
·
Tiempo percibido como cíclico, no como lineal,
según tradiciones disociadas de la realidad moderna.
·
El
fenómeno de la muerte y el renacer como natural. ´Los personajes pueden morir y
actuar como vivos y hasta volver a vivir.
·
Los hechos son reales pero tienen una connotación fantástica, ya
que algunos no tienen explicación, o son muy improbables que ocurran.
10.- ¿Cuál es la perspectiva o el
punto de vista del narrador? (personaje, testigo, omnisciente) Fundamenta.
11.- Nombra, caracterizándolos
brevemente, a los personajes que aparecen calificándolos en principales y
secundarios.
12.- ¿Cuál es el espacio y el
tiempo en que se desarrolla la trama?
13.- Elige un personaje y
caracterízalo tanto en su descripción física (grafopeya) como de personalidad
(etopeya), en un párrafo.
14.- Brinda tu opinión personal
sobre la obra elegida y explica si puede relacionarse con algún suceso que hayas
vivido o te hayan contado.
Porfa. María José
Larre Borges
_________________________________________________________________________________
LA MUCHACHA IRAQUÍ
La muchacha iraquí me mira con sus ojos oscuros llenos de sueños. Desde su rostro añil, sonríe enigmática igual que Monalisa. Sonríe, y al final de sus labios queda, como si de una pequeña burbuja de júbilo se tratase, sólo un esqueje de moflete. La muchacha iraquí tiene la faz envuelta en un pañuelo azul que deja pasar todos los rayos de luz.
Aquellas tardes, sobre las siete, me situaba frente a ella, entre Suiza y Taiwán, en el andén de la estación del Campo de las Naciones. Aquellas tardes la veía sonreír. Parece que me preguntaba mirándome fijamente a los ojos: “¿Qué tal ha ido hoy el trabajo? ¿Eres feliz? ¿Qué piensas cuando acaricias con tu mirada la pintura de mi cara?”
Y un día, un frío dieciséis de marzo, esperando el tren frente a ella, pensé que había cumplido cuarenta años y en el balance provisional de mi vida me faltaban muchas cosas por hacer. Ninguna tenía que ver con el dinero. No se trataba de eso. Era simplemente que no disfrutaba con mi trabajo, que en casa todo era ya monotonía, que no había logrado ninguna de las metas que me había propuesto cuando era joven: ni había escrito esos cuentos fantásticos como fiel seguidor de Poe y Maupassant, ni había aprendido a volar, ni siquiera había realizado ese programa de radio con el que soñé siempre, y para el que todo el mundo decía que había nacido. Me preguntaba si todavía tenía remedio o si debía considerarme un fracasado, un mediocre.
La muchacha iraquí me mira con sus ojos oscuros llenos de sueños. Desde su rostro añil, sonríe enigmática igual que Monalisa. Sonríe, y al final de sus labios queda, como si de una pequeña burbuja de júbilo se tratase, sólo un esqueje de moflete. La muchacha iraquí tiene la faz envuelta en un pañuelo azul que deja pasar todos los rayos de luz.
Aquellas tardes, sobre las siete, me situaba frente a ella, entre Suiza y Taiwán, en el andén de la estación del Campo de las Naciones. Aquellas tardes la veía sonreír. Parece que me preguntaba mirándome fijamente a los ojos: “¿Qué tal ha ido hoy el trabajo? ¿Eres feliz? ¿Qué piensas cuando acaricias con tu mirada la pintura de mi cara?”
Y un día, un frío dieciséis de marzo, esperando el tren frente a ella, pensé que había cumplido cuarenta años y en el balance provisional de mi vida me faltaban muchas cosas por hacer. Ninguna tenía que ver con el dinero. No se trataba de eso. Era simplemente que no disfrutaba con mi trabajo, que en casa todo era ya monotonía, que no había logrado ninguna de las metas que me había propuesto cuando era joven: ni había escrito esos cuentos fantásticos como fiel seguidor de Poe y Maupassant, ni había aprendido a volar, ni siquiera había realizado ese programa de radio con el que soñé siempre, y para el que todo el mundo decía que había nacido. Me preguntaba si todavía tenía remedio o si debía considerarme un fracasado, un mediocre.
Justo en ese instante llegó el convoy del metro dirección Mar de
Cristal. Cuando iba a montar en él, por la puerta frente a la cual la muchacha
iraquí permanece fija, pude escuchar un susurro dentro de mi cabeza que me
decía que necesitaba hablar conmigo. Miré a mi alrededor y no había nadie. El
metro iba casi vacío. La voz dulce de niña me pedía que esperase. Quité el pié
del vagón y permanecí en el andén. Cuando las puertas del tren se cerraron pude
ver cómo la muchacha iraquí, envuelta en reflejos, abría la boca y me enseñaba
una hilera blanquísima de dientes que formaban una sonrisa. Una verdadera
sonrisa. No eres un fracasado, escuché claramente dentro de mi
cabeza.
El convoy dejó la estación y me encontré de nuevo frente a la pintura.
No parecía que hubiese cambiado. Seguía con su media sonrisa colgada de un
bonito moflete. Intenté comunicarme con ella con la mirada pero no tenía éxito.
Pensé después en la fuerza de la mente, y trasmití pensamientos de
interrogación y de sorpresa, pero no lograba ninguna respuesta. Pregunté, en un
susurro que evitara que las personas del andén me tomasen por loco, si era
posible que me hubiese hablado y, en caso afirmativo, cómo era posible que
supiese si era o no un fracasado. Tampoco obtuve respuesta. Sí sentí cómo un
par de guardias jurados se colocaban tras de mí de modo inquietante. Pero no
podía moverme. No era capaz de desclavar las piernas de la línea verde del
andén, bajo la hilera de fluorescentes.
Los indicadores luminosos anunciaron un
nuevo convoy dirección Mar de Cristal. Parpadeé repetidamente, abrí con
desmesura los ojos y me pareció entonces que había alucinado. Me preocupé
porque hablaba con las paredes, los murales más bellos que recordara haber
visto, pero, al fin y al cabo, paredes nada más. Fue entonces, en el momento en
que de nuevo el tren se interpuso entre la pintura y yo, cuando volví a
escuchar su voz.
Sólo está vivo aquel que se pregunta qué más puede hacer en esta vida
para ser feliz.
Podía verla a través de los cristales, bajo reflejos tornasolados que producían un efecto como el de un zootropo precursor del cine. Movía los labios muy despacio, sin quitarme los ojos de encima. Ahuecó el pañuelo en su cuello y sonrió de nuevo. El ferrocarril se paró.
Pensé, mientras la miraba, que era muy bella. Creí advertir un brillo en sus carrillos, como si mi pensamiento le hubiese producido un leve rubor.
¿Podemos comunicarnos ahora?, pregunté entre sorprendido y anhelante con el pensamiento.
Y me respondió que sí.
El tren cerró sus puertas y apreté el botón para volverlas a abrir. “¿Algún problema, caballero?”, escuché a mis espaldas. Se trataba de una voz real y cavernosa que trasmitía opresión, pero no podía responder. “¿Se siente usted bien?”, preguntó más amablemente el otro de los guardias de seguridad. No podía ni moverme.
Déjalo, dijo la voz melosa de la muchacha iraquí. Espera al próximo tren.
Desde aquel día mi vida cambió completamente. La muchacha iraquí, pintada en añil en ese mural, despertó en mí todas las posibilidades que hibernaban en el valle del olvido. Me enseñó que todo era posible, que mis sueños no sólo eran realizables, sino que eran mi motivo de vivir. Su voz se transformaba en poder de decisión. Preparé el guión de ese espacio radiofónico nocturno que me rondaba la cabeza y que todavía nadie había descubierto, lo presenté en la emisora en la que había imaginado escuchar siempre mi voz, conseguí la oportunidad de ponerlo en el aire durante ese verano y, en unos meses, dirigía y presentaba el programa revelación del que todo el mundo hablaba y que obligaba a medio país a trasnochar. Dedicaba las últimas horas de las mañanas a la lectura y las tardes a escribir esos cuentos extraños que pujaban por salir de mi cabeza. Al año siguiente logré obtener la licencia para pilotar avionetas. Tenía en esa serigrafía la chispa de mi voluntad. Cada tarde volvía para charlar un rato con ella. Se alegraba de mis éxitos, de mi felicidad. Después pasó el tiempo, cambié de ciudad y nos veíamos mucho menos. Sin embargo, ella me sonreía como el primer día y me hablaba con su voz dulce de niña.
Por fin, años después, me olvidé de ella. Hasta hace unos días.
Volvía de un viaje de promoción por Latinoamérica de mi último libro, y aterricé en Barajas. Me acompañaba mi tercera mujer. Le propuse enseñarle el mural más hermoso que conocía. Aceptó encantada, a pesar de tener que renunciar al taxi. Cogimos el metro y bajamos en la estación de Campo de las Naciones. Mientras ella recorría los andenes admirando el mural, yo me situé de nuevo frente a la muchacha iraquí. La pintura no había cambiado. Seguía con su media sonrisa y su pañuelo lleno de luz celeste. Esperé a la llegada del convoy para saludarla. Hola mi niña, mi chispa de disposición, mi alma, mi motor, me sorprendí pensando con infinita ternura. Y nada escuché. ¿Estás enfadada conmigo? pregunté. Y sólo oía mi propia respiración. El tren se marchó, y yo me quedé aterrorizado y triste a la vez. Tampoco me habló con el siguiente convoy. Ni con el otro. Mi mujer había acabado de admirar las pinturas. Nunca le había contado mi secreto, la procedencia de mi poder de decisión, el motivo por el que mi vida giró completamente. Y tampoco ese día se lo iba a contar. Salimos de la estación y cogimos un taxi hasta el hotel. Iba callado, rumiando una incipiente angustia. Preocupado. Decidí volver al día siguiente e intentar de nuevo comunicarme con la muchacha iraquí.
Llegué temprano a la estación y vi que había alguien situado frente a la puerta del vagón. Había dejado pasar el tren. Estaba clavado en el andén, como extasiado, sin despegar la mirada del panel pintado frente a él. Me coloqué a su espalda y esperé que llegase el siguiente convoy. Le observaba. Era un muchacho joven de unos veinte años, vestía ropa vaquera de un modo desaliñado y portaba bajo su brazo izquierdo una enorme carpeta de dibujo. Parecía hipnotizado. Cuando llegó el tren su rostro se tensó. Miré a través de las ventanas el rostro de la serigrafía. Permanecía inmóvil con su mueca de media sonrisa, sin embargo, el chico le decía palabras que yo no podía entender. Observé cómo se insuflaba, como le comenzaron a brillar los ojos con un reflejo acerado, como agarraba con vehemencia su cuaderno de dibujos convencido de que su musa, la que fue mía, le había convertido en el Velázquez del siglo veintiuno.
Caminé arrastrando los pies hacia la salida de la estación intentando descubrir qué significaba aquello. Los edificios modernos, de cristal de espejo, acuchillaron mis ojos con sus destellos poderosos de sol nuevo. Quedé cegado por unos instantes y caí al suelo. Alguien me ayudó a incorporarme. “Tenga cuidado, abuelo”, le oí decir. Paseé medio hundido por el parque intentando repasar los últimos años de mi vida. Había abandonado el programa de radio, colaboraba a menudo en espacios de televisión convertido en santón de la subcultura de las tertulias de la tarde y, desde la columna de un diario, desmenuzaba con ironía a la sociedad actual. Nadaba en dinero, éxito y popularidad. Quería escribir pero los continuos compromisos me lo impedían. Mi último libro no era mi último libro. Vivía de las rentas de los primeros años. Viajaba continuamente pero ya no disfrutaba de los viajes. En realidad, ya no disfrutaba de la vida. No era feliz. Pensé en lo que realmente me apetecía, en lo que de verdad quería y mi cabeza se inundó de verde y de mar, de rocío y de sal, de viento ululado y de batir de olas, de bosques húmedos con aromas a infusión de eucalipto y de conversaciones con pescadores, de paseos por los miradores y de atardeceres en la playa, de letras, de rimas, de canciones… de lentas y tristes, de melancólicas canciones de blues.
Volví a la estación con un rumor musical en la boca. Me situé frente a la imagen de la muchacha, miré fijamente y transmití proyectos de eremita. Nada me lo impedía. Buscaría en mi paraíso, un lugar apartado de la costa lucense, algo de soledad para volver a escribir, para aprender a tocar el piano y componer canciones que desnudasen almas, para cultivar dos surcos de hortalizas y para navegar, de espaldas a la realidad, sobre el mar del resto de mi vida. Sin dudarlo, en vez de dirigirme al hotel, di la vuelta para coger en la otra vía el convoy dirección al aeropuerto de Barajas. Justo antes de cerrarse las puertas llegó el tren en la otra dirección.
Bonita melodía, susurró de nuevo su voz dulce en mi cabeza bajo el jadeo neumático del tren. Miré hacia la pintura, y volví a ver relucir su amplia sonrisa tras los cristales, como una estela parpadeante de neón.
Podía verla a través de los cristales, bajo reflejos tornasolados que producían un efecto como el de un zootropo precursor del cine. Movía los labios muy despacio, sin quitarme los ojos de encima. Ahuecó el pañuelo en su cuello y sonrió de nuevo. El ferrocarril se paró.
Pensé, mientras la miraba, que era muy bella. Creí advertir un brillo en sus carrillos, como si mi pensamiento le hubiese producido un leve rubor.
¿Podemos comunicarnos ahora?, pregunté entre sorprendido y anhelante con el pensamiento.
Y me respondió que sí.
El tren cerró sus puertas y apreté el botón para volverlas a abrir. “¿Algún problema, caballero?”, escuché a mis espaldas. Se trataba de una voz real y cavernosa que trasmitía opresión, pero no podía responder. “¿Se siente usted bien?”, preguntó más amablemente el otro de los guardias de seguridad. No podía ni moverme.
Déjalo, dijo la voz melosa de la muchacha iraquí. Espera al próximo tren.
Desde aquel día mi vida cambió completamente. La muchacha iraquí, pintada en añil en ese mural, despertó en mí todas las posibilidades que hibernaban en el valle del olvido. Me enseñó que todo era posible, que mis sueños no sólo eran realizables, sino que eran mi motivo de vivir. Su voz se transformaba en poder de decisión. Preparé el guión de ese espacio radiofónico nocturno que me rondaba la cabeza y que todavía nadie había descubierto, lo presenté en la emisora en la que había imaginado escuchar siempre mi voz, conseguí la oportunidad de ponerlo en el aire durante ese verano y, en unos meses, dirigía y presentaba el programa revelación del que todo el mundo hablaba y que obligaba a medio país a trasnochar. Dedicaba las últimas horas de las mañanas a la lectura y las tardes a escribir esos cuentos extraños que pujaban por salir de mi cabeza. Al año siguiente logré obtener la licencia para pilotar avionetas. Tenía en esa serigrafía la chispa de mi voluntad. Cada tarde volvía para charlar un rato con ella. Se alegraba de mis éxitos, de mi felicidad. Después pasó el tiempo, cambié de ciudad y nos veíamos mucho menos. Sin embargo, ella me sonreía como el primer día y me hablaba con su voz dulce de niña.
Por fin, años después, me olvidé de ella. Hasta hace unos días.
Volvía de un viaje de promoción por Latinoamérica de mi último libro, y aterricé en Barajas. Me acompañaba mi tercera mujer. Le propuse enseñarle el mural más hermoso que conocía. Aceptó encantada, a pesar de tener que renunciar al taxi. Cogimos el metro y bajamos en la estación de Campo de las Naciones. Mientras ella recorría los andenes admirando el mural, yo me situé de nuevo frente a la muchacha iraquí. La pintura no había cambiado. Seguía con su media sonrisa y su pañuelo lleno de luz celeste. Esperé a la llegada del convoy para saludarla. Hola mi niña, mi chispa de disposición, mi alma, mi motor, me sorprendí pensando con infinita ternura. Y nada escuché. ¿Estás enfadada conmigo? pregunté. Y sólo oía mi propia respiración. El tren se marchó, y yo me quedé aterrorizado y triste a la vez. Tampoco me habló con el siguiente convoy. Ni con el otro. Mi mujer había acabado de admirar las pinturas. Nunca le había contado mi secreto, la procedencia de mi poder de decisión, el motivo por el que mi vida giró completamente. Y tampoco ese día se lo iba a contar. Salimos de la estación y cogimos un taxi hasta el hotel. Iba callado, rumiando una incipiente angustia. Preocupado. Decidí volver al día siguiente e intentar de nuevo comunicarme con la muchacha iraquí.
Llegué temprano a la estación y vi que había alguien situado frente a la puerta del vagón. Había dejado pasar el tren. Estaba clavado en el andén, como extasiado, sin despegar la mirada del panel pintado frente a él. Me coloqué a su espalda y esperé que llegase el siguiente convoy. Le observaba. Era un muchacho joven de unos veinte años, vestía ropa vaquera de un modo desaliñado y portaba bajo su brazo izquierdo una enorme carpeta de dibujo. Parecía hipnotizado. Cuando llegó el tren su rostro se tensó. Miré a través de las ventanas el rostro de la serigrafía. Permanecía inmóvil con su mueca de media sonrisa, sin embargo, el chico le decía palabras que yo no podía entender. Observé cómo se insuflaba, como le comenzaron a brillar los ojos con un reflejo acerado, como agarraba con vehemencia su cuaderno de dibujos convencido de que su musa, la que fue mía, le había convertido en el Velázquez del siglo veintiuno.
Caminé arrastrando los pies hacia la salida de la estación intentando descubrir qué significaba aquello. Los edificios modernos, de cristal de espejo, acuchillaron mis ojos con sus destellos poderosos de sol nuevo. Quedé cegado por unos instantes y caí al suelo. Alguien me ayudó a incorporarme. “Tenga cuidado, abuelo”, le oí decir. Paseé medio hundido por el parque intentando repasar los últimos años de mi vida. Había abandonado el programa de radio, colaboraba a menudo en espacios de televisión convertido en santón de la subcultura de las tertulias de la tarde y, desde la columna de un diario, desmenuzaba con ironía a la sociedad actual. Nadaba en dinero, éxito y popularidad. Quería escribir pero los continuos compromisos me lo impedían. Mi último libro no era mi último libro. Vivía de las rentas de los primeros años. Viajaba continuamente pero ya no disfrutaba de los viajes. En realidad, ya no disfrutaba de la vida. No era feliz. Pensé en lo que realmente me apetecía, en lo que de verdad quería y mi cabeza se inundó de verde y de mar, de rocío y de sal, de viento ululado y de batir de olas, de bosques húmedos con aromas a infusión de eucalipto y de conversaciones con pescadores, de paseos por los miradores y de atardeceres en la playa, de letras, de rimas, de canciones… de lentas y tristes, de melancólicas canciones de blues.
Volví a la estación con un rumor musical en la boca. Me situé frente a la imagen de la muchacha, miré fijamente y transmití proyectos de eremita. Nada me lo impedía. Buscaría en mi paraíso, un lugar apartado de la costa lucense, algo de soledad para volver a escribir, para aprender a tocar el piano y componer canciones que desnudasen almas, para cultivar dos surcos de hortalizas y para navegar, de espaldas a la realidad, sobre el mar del resto de mi vida. Sin dudarlo, en vez de dirigirme al hotel, di la vuelta para coger en la otra vía el convoy dirección al aeropuerto de Barajas. Justo antes de cerrarse las puertas llegó el tren en la otra dirección.
Bonita melodía, susurró de nuevo su voz dulce en mi cabeza bajo el jadeo neumático del tren. Miré hacia la pintura, y volví a ver relucir su amplia sonrisa tras los cristales, como una estela parpadeante de neón.
ALEJO CARPENTIER
_________________________________________________________________________________
un señor muy viejo con unas
alas enormes
Al tercer día de lluvia habían
matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su
patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la
noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo
estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza,
y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se
habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa
al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los
cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el
fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre
viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes
esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado
por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba
poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio.
Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un
trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y
muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo
había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y
medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo
observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy
pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron
a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena
voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y
concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave
extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a
una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó
con una mirada para sacarlos del error.
—
Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan
viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al
día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel
de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles
de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial,
no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda
la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de
acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el
gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda
seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con
deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel
en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su
suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces,
encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel
sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las
alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.
El
padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la
noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del
amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del
cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros,
de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco
estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que
fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de
hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre
Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas
repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para
examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina
decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al
sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos
que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo,
apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando
el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El
párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la
lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de
cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el
revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores
maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de
acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero,
y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la
ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a
artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas
no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y
un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin
embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra
al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más
altos.
Su
prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó
con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de
mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto
que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de
tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y
cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.
Vinieron curiosos
hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que
pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo
caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en
busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que
desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los
números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las
estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas
que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel
desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban
felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los
dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar
llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el
único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba
buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las
lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas.
Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con
la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles.
Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que
le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que
terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud
sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos,
cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que
proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con
ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que
se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron
alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos,
porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó
sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y
dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y
polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque
muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde
entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su
pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo
en reposo.
El
padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de
inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la
naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la
urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su
dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la
punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas
cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un
acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del
párroco.
Sucedió que por
esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe,
llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en
araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos
que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de
preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de
modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula
espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero
lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con
que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había
escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el
bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso
abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de
azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne
molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante
espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía
que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se
dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían
al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró
la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo
andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le
nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más
bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación
del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así
como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo
volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los
cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la
casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una
mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos
para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en
las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un
criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal
empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones
altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más
codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que
no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las
lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por
conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas
partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño
aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero
luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de
que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero,
cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente
con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más
ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la
varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la
tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y
tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo
que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan
naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por
qué no las tenían también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo, no
sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros
soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde
nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas
unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían
un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos
cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie
oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una
mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando
un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por
la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran
tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo
a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que
resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar
altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo
vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con
un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar
la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera
ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario
en el horizonte del mar.
_________________________________________________________________________________
CASA TOMADA
Nos gustaba la casa porque aparte de
espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa
liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos,
el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir
solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho
personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a
las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones
por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales;
ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato
almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y como nos bastábamos para
mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejo
casarnos. Irene rechazo dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió
María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta
años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio
de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros
bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos
primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el
terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos
justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no
molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día
tejiendo en el sofá de su dormitorio. No se porque tejía tanto, yo creo que las
mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer
nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el
invierno, medias para mi, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un
chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era
gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a
perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle
lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que
devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las
librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa.
Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina. Pero es de la casa que me
interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me
pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero
cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día
encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas,
verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve
valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos
ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero
aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una
destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos
plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se
agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de
la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios
grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña.
Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala
delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living
central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa
por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que
uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los
lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía
a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de
roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la
izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho
que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno
que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los
que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta
parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para
hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles.
Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a
otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el
polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de
macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire,
un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad
porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su
dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego
la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de
roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en
el comedor o en la biblioteca. El sonido venia impreciso y sordo, como un
volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación.
También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo
que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tire contra la pared antes
de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente
la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más
seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve
de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado
parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado,
pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un
chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso
porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis
libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca.
Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero
esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas
y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que
habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La
limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y
media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene
se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo
pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerza, Irene
cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre
resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a
cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes
de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba
más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero
por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de
papa, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en
sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo.
A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha
ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía
ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de
Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se
puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me
desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo,
voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños
consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros
dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier
cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce
a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la
casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de
tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble,
creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la
parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones
de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros
sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero
cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía
callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo
que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me
desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las
consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que
iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio
(ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño
porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamo la atención mi
brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos
escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de
roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo
casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el
brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos
hacia atrás. Los ruidos se oían mas fuerte pero siempre sordos, a espaldas
nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se
oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El
tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían
debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el
tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté
inútilmente.
-No, nada.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de
los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi
que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo
que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima,
cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que
algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y
con la casa tomada.
JULIO
CORTÁZAR